Desde que el hombre es homo sapiens y vagaba pensando por las
paradisíacas playas griegas, el aire suele representar la esencia del alma.
Eolo, el dios del viento, es quien remueve ese espíritu y lo dirige como
quiere.
Hay vientos a favor que traen aire fresco, renovación,
incluso alegres y revitalizantes brisas. Como el recuerdo de un atardecer
frente al mar en el que dejamos que el peine invisible más eficiente del mundo
nos renueve las ideas, nos cargue de energía y nos despeine. El viento siempre
es libre y caprichoso como el Levante o el Cierzo. Saltamos viento para conocer
lugares ignotos, casi vírgenes, parajes inexplorados de nuestro propio ser.
Hay vientos gélidos que nos dejan sin respiración, vientos
terrales que nos obligan a poner los pies en la realidad y nos reubican en el
norte de nuestra vida, afirmando el viento. Como cuando sorteamos nuestras
dudas y miedos descubriendo que, pese a todo, seguimos el rumbo.
Nos gusta afirmar a los cuatro vientos quienes somos para que
nos conozcan y bebemos los vientos por amores imposibles, pasiones
inconfesables o, incluso, por llegar a ese puerto ansiado de estabilidad y
abundancia que es perfecto para nuestra embarcación, después de dirigirla a
través de mil mareas.
Luchamos contra viento y marea frente a las tempestades que
salen a nuestro paso en forma de preocupaciones, pérdidas, fracasos o
frustraciones. Porque cuando corren malos vientos lo mejor que podemos hacer es
saltarlos para picar vientos de bonanza dando viento fresco a la ira, el miedo
o la desesperación.
En marinería es importante atar cabos después de llegar a
buen puerto guiados por sanadores vientos alisios que nos permitan picar viento
y llegar con tino a esa Ítaca particular que reside en nosotros mismos y se
llama vida. Lo importante es la travesía, el rumbo ya lo ponemos nosotros.