Aquella mañana fría del 31 de enero
ella madrugó feliz. Aunque le esperase una experiencia surrealista.
Ya tenía la maleta hecha y todo
preparado para el viaje que la llevaría de vuelta a su casa aquella misma
tarde. Pero antes, debía estar en la oficina hasta el mediodía. Un absurdo, un
despropósito. Y no porque no le gustase su trabajo – le apasionaba- y mucho
menos su lugar de trabajo, una de las torres más modernas y bellas de la
ciudad. Una joya arquitectónica símbolo de la eficiencia y el confort que
también pretendía transmitir la empresa en la que trabajaba. Ella, una mujer
práctica y directa, había intentado explicar a su jefa que todos sus compañeros
le habían comentado que en su área de negocio prácticamente permanecía cerrada
en los festivos de Nochebuena y Nochevieja, sin suerte. “Pero, viene gente a
trabajar, ¿no?”- esa fue toda su respuesta. En pleno siglo XXI, con todas las
herramientas tecnológicas a su
disposición para poder afrontar cualquier eventualidad o urgencia, con unos
portátiles de última generación dignos de un informático avezado, ésa había
sido su respuesta. Y ella no se atrevió a rebatirla.
No era que le faltase carácter, desde
luego. Simplemente se encontraba cansada y cohibida. Mucha lucha detrás. Años
encadenando ilusiones transformadas en proyectos de poco más de doce meses de
duración, un concurso de acreedores de su anterior empresa y ahora, una guerra
en los precios del petróleo que ponía en tela de juicio su continuidad en la
compañía. Tiempos de guerra, sin duda. Tan real como la vida.
Sabía de antemano que su tiempo allí
estaba contado, desde el mismo día que firmó el contrato, pero le faltaba por
conocer la fecha en la que ese final se escenificaría. Entretanto, el hecho de
poder dedicarse a lo que le gustaba – comunicar, conocer de primera mano la
actividad de una compañía que florece y evoluciona en el tiempo – y
transmitirla a la sociedad era ya en sí un premio. Un logro pagado con muchas
lágrimas y una gran herida en su autoestima que debía curar día a día. A pesar
de que le gustase su trabajo y se esmerase en ofrecer lo mejor de sí misma y de
los conocimientos que poseía, ella pensaba que no era suficiente. Nunca sería
lo suficientemente buena para poder demostrar todo lo que podría dar de sí.
Porque para lograr un éxito, la suerte es un componente básico y encontrar
personas que apuesten por ti, es un ingrediente fundamental en ese éxito. Casi la
mayor suerte a la que se puede aspirar. Un buen mentor del que aprender y en el
que apoyarse para llegar lejos.
Todos esos pensamientos se agolparon
en su mente mientras cogía el metro camino del trabajo, pero se despejaron en
cuanto llegó al lujoso hall. Qué privilegio poder trabajar allí. A pesar de ser
una consultora externa, ya conocía a casi todos sus compañeros de diferentes
áreas y, por supuesto, su especialidad como relaciones públicas era ganarse a
todas las personas importantes: desde las recepcionistas, a los guardias de
seguridad hasta el director del área de negocio. Porque cada persona cuenta y
siempre había pensado que el mayor activo de la compañía se iba cuando el
último empleado salía de la oficina. Puede ser una verdad de Perogrullo que
enseñen en los manuales de Recursos Humanos, pero ella lo vivía así.
Ya acomodada ante una visión única y
casi fantasmagórica de su planta – sin gente, sin ruido, pero con la misma luz
y espectaculares vistas de la ciudad- se dispuso a llevar a cabo lo que había
planificado para ese día. Enviar mails a unos cuantos proveedores y a un
cliente para preparar una campaña social que empezaría en febrero. Organizar
lleva siempre tiempo y es mejor ser previsor. Mientras estaba escribiendo en
medio de un silencio armonioso oyó el ruido del ascensor parándose y la puerta
del hall de la planta, que se abría con una tarjeta electromagnética. Apareció
entonces un guardia de seguridad. Un chico joven, probablemente de su edad o un
par de años mayor. “Hola, perdona, ¿me puedes decir tu nombre? Es que no hay
nadie confirmado para venir a trabajar en esta planta hoy. Por eso tengo que
confirmarlo con mi jefe”. A ella se le heló la sangre. Otra humillación
gratuita más. “Disculpa, pero he confirmado a mis superiores por mail que hoy
vendría a trabajar y, como puedes ver, estoy en ello. De otra forma me hubiera
quedado en mi casa” - confirmó ella displicente. “Lo entiendo perfectamente,
pero cumplo órdenes, señora”- se justificó él. “Por seguridad del edificio se
nos confirma un listado final antes de esta fecha y en esta planta no aparece
nadie”- subrayó. Viendo que no podrían llegar a un acuerdo fácilmente, pues
toda la zona estaba videovigilada y en un momento u otro volverían a la carga,
ella negoció. “Mire, ahora mismo mis superiores están de viaje, puedo
reenviarle el mail en el que confirmo mis vacaciones. Mientras se lo enseña a
su jefe yo puedo terminar mis envíos. Acto seguido me voy”. Y así se hizo.
Cuando, una hora más tarde, estaba
bajando el ascensor acompañada del guardia de seguridad, llena de rabia, se
culpó a sí misma por haber permitido esa situación. Por no haber defendido bien
lo que el sentido común le había dictado. Quizá por no haber hecho ese mismo
trabajo desde su casa. Ahora ya era tarde.
Al salir, mientras caminaba en la
explanada donde se sitúa el edificio, sonó el teléfono. Era su madrina, que quería
felicitarle antes del Año Nuevo y le preguntaba qué libro quería para Reyes.
Entonces, escuchando esa voz cálida y familiar, pensó que lo importante en la
vida es muy simple. Que más allá de las circunstancias, los problemas, o las
miserias – de las que todos guardamos alguna – está la aventura del camino. Que
la Navidad siempre nos recuerda aquello por lo que merece la pena disfrutar y
pelear. Más allá de surrealismos.