¿Qué tendrá el verano que a todos enamora? Puede que sean las
tardes infinitas tintadas de rosa, el abrazo cálido del sol o, simplemente, que
el tiempo se para brevemente para que volvamos a nuestra esencia. Puede que sea
la historia más antigua del mundo, que se repite incesantemente como las olas
del mar van a morir en la arena, pero en este caso sucedió así.
Su primer amor de verano había sido la brisa del Cantábrico
que, fresca y pujante, acariciaba sus rubicundos rizos de muñeca perfecta en días
de sol y nubes. Después, el tacto frío del océano la transportó a sus orígenes
y sintió que pertenecía a aquel mar poderoso, misterioso, magnético. Cada
verano volvía como un ritual a sumergirse en sus brazos blancos y bravíos.
El tiempo, ese juez insobornable, pasó haciéndola más
terrenal. Seguía atada a su atracción por el mar, pero más interesada en sus
charlas con amigos, desentrañando los misterios de hacerse adulto, inmersa en
ensoñaciones idílicas e ingenuas de príncipes encantadores de cuento que
vendrían a rescatarla de su ensimismamiento para llevarla a vivir aventuras
increíbles. Lejos de la rutina, de las responsabilidades, del aburrimiento de
los clichés de adultos. Era, pues, una soñadora que se tomaba por entonces la
vida demasiado en serio.
Tan en serio, que cada vez que visitaba la playa acompañada
se imaginaba muy seriamente con su futura pareja/príncipe encantador y las
futuras conversaciones que tendrían, en otras playas, en otros veranos. Se dijo
a si misma que no podría llegar a los 35 sola. Entretanto, disfrutó de veranos
con fiestas de cumpleaños al sol en discotecas de moda, de viajes con amigas a
destinos cálidos y cercanos con guiris y canciones bailongas de letras sin
sentido.
De nuevo, el tiempo pasó, casi imperceptiblemente. Se adentró
en veranos sucesivos sin haber conocido realmente un amor mayor que la sana
camaradería con los amigos o la sincera complicidad con sus padres. Y eso la
torturaba. Significaba el espejo de un fracaso incipiente, de una incapacidad manifiesta.
Una tara o peor, una fatalidad del destino. Parecía tan sencillo todo cuando
veía los arrumacos de parejas felices en la playa que disfrutaban simplemente
del tiempo juntos… ¿Por qué ella no podía hacer lo mismo? Quedaba fascinada por
la seguridad, la tranquilidad que desprendían y se sentía una Jane Eyre ante
ellos: pequeña, pobre, sola.
Hasta que se dio cuenta de que inconscientemente había
iniciado el viaje de la vida sola, que no había necesitado a mucha gente para
aprender y apreciar las cosas importantes que deja el verano – las risas, los
viajes, los recuerdos, el mar-. Y dejó de angustiarse por lo que no tenía para
seguir disfrutando de lo que la rodeaba. A descubrir su propio sol.
Así, al verano siguiente, se despertó en el atardecer de una
playa cantábrica mecida por el viento del norte y al calor de un sol que
cuidaba sus sueños. Abrazada a aquel que había elegido como compañero de
cualquier viaje y aventura. Tenía 34 años. De repente, vivía en un verano
invencible.
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